Inaugurado -como siempre con bombo y platillo- por Enrique Peña Nieto, acompañado del secretario de Comunicaciones y Transportes Gerardo Ruiz Esparza y el gobernador de Morelos Graco Ramírez, el Paso Exprés de la autopista México-Acapulco cobró la vida de dos personas al hundirse un tramo del asfalto, en el kilómetro 93, y dejar un socavón de seis metros de profundidad.
Las irregularidades de esta obra, realizada por la empresa que también construye la torre de control del nuevo aeropuerto capitalino, fueron advertidas con anticipación por la Dirección de Protección Civil del municipio de Cuernavaca. No hicieron caso ni la empresa constructora ni la Secretaría de Comunicaciones y Transportes.
Si bien este caso ha sido el de más impacto en los últimos días, no ha sido el único, son varias las obras -no solo carreteras- que han presentado deficiencias y han puesto en evidencia tanto la incapacidad de las dependencias oficiales encargadas de las obras, como el contubernio de éstas con las empresas encargadas de hacerlas.
Si vemos hacia atrás recordaremos la famosa Torre del Centenario realizada en el (des)gobierno de Felipe Calderón que es en realidad, un monumento símbolo de la corrupción.
En el caso del Paso Exprés, sin duda las “investigaciones” exonerarán al secretario Ruiz Esparza e incluso a la constructora, para culpar del hecho a las deficiencias del drenaje de aguas negras y residuales que pasan por debajo de esta autopista; si acaso, salpicará la culpa al o los ingenieros topógrafos.
El socavón de julio, sin duda, correrá la misma suerte que la famosa “Casa Blanca” de Las Lomas, donde se concluyó que no hubo ningún acto de corrupción ni conflicto de intereses; el agujero se tapará y se mantendrá sin cambios el cobro de peaje para quienes viajen por esa autopista; total, ya indemnizaron a los deudos de los fallecidos con dos millones de pesos.
Pero el socavón del Paso Exprés sólo viene a ser un símbolo del gran socavón que la actual administración federal está realizando y ampliando en la sociedad mexicana.
Con dedicación y empeño han ido ampliando y profundizando el socavón económico entre una clase empresarial y política que día a día acumula capital y el resto de la población, que ve disminuido su salario o que subsiste en la economía informal.
Las elecciones de este año han reflejado el socavón que van abriéndole a la democracia los partidos políticos, preocupados por seguir viviendo de los impuestos ciudadanos, los funcionarios del Instituto Nacional Electoral incapaces de hacer valer los derechos de la ciudadanía, y lo más grave, un gobierno que vuelve los ojos hacia el norte, pidiendo el visto bueno de los Estados Unidos.
Pero el socavón más grande y profundo, al que vamos cayendo los ciudadanos es la inseguridad que se vive en el país, fruto de muchos factores que van desde la pobreza hasta la incapacidad por brindar seguridad o el contubernio de autoridades con el crimen organizado.
México ha dejado de ser un país seguro, un territorio por el que se puede transitar sin riesgos ni problemas. El ciudadano está expuesto tanto al asalto callejero como a la extorsión vía telefónica, al secuestro o al peligro de ser víctima inocente de la confrontación entre bandas criminales.
Resulta muy amplia la relación de acciones y decisiones que van abriendo y profundizando el gran socavón nacional: el Pacto por México, la privatización de la explotación petrolera, el alza del precio de combustibles, el “huachicoleo”, la corrupción, la impunidad; en fin, un deterioro estructural del que solo podemos salir si en lugar de esperar al caudillo que nos saque del hoyo, asumimos nuestro papel ciudadano, defendemos nuestros derechos y, sobre todo, vamos construyendo la unidad que requerimos, más allá de consignas partidistas.