Nicolás Dávila Peralta
Este domingo, 14 de octubre, fueron canonizados el papa Paulo VI, quien ejecutó los primeros cambios en la Iglesia Católica en los años sesenta del siglo pasado, y el arzobispo Oscar Arnulfo Romero y Galdámez, asesinado por un francotirador al servicio de la ultraderecha salvadoreña, el 24 de marzo de 1980, mientras celebraba misa.
Paulo VI nació el 26 de septiembre de 1897. Fue elegido papa después de la muerte de Juan XXIII, el pontífice que convocó e inauguró el Concilio Vaticano II. A Paulo VI le tocó la transformación de una Iglesia que se había quedado estancada en el Renacimiento para adentrarla en el mundo moderno, iniciar el diálogo con otras religiones y otras corrientes de pensamiento. Esto le valió que un pequeño grupo de jerarcas ultraconservadores lo atacaran y le exigieran el regreso de los tiempos de una iglesia alejada de la gente.
San Oscar Arnulfo Romero nació el 15 de agosto de 1917, estudió en la Universidad Gregoriana, en Roma; fue secretario de la Conferencia Episcopal de El Salvador, Centroamérica, y en 1970, el papa Paulo VI lo nombró obispo auxiliar de San Salvador; fe después obispo de la diócesis rural de Santiago de María, donde se dio cuenta de la situación de explotación que vivían los campesinos.
Pero fue su llegada a San Salvador, ahora como arzobispo, nombrado igualmente por Paulo VI, en febrero de 1977, donde su compromiso con la justicia, como fruto de la fe, empezó a transformarlo en el pastor de los pobres.
A un mes de su llegada, esbirros de la dictadura asesinaron a uno de sus sacerdotes, el padre Rutilo Grande. Esto provocó un gran cambio en el nuevo arzobispo que se convirtió en defensor de los desprotegidos, pero al mismo tiempo en profeta que denunció la violencia desatada por la dictadura militar en contra del pueblo. La dictadura de derecha lo calificó de subversivo a él, a sus sacerdotes y a sus monjas, pero él continuó su defensa de los derechos humanos, su opción preferencial por los pobres y su denuncia, desde el púlpito de la catedral, ante las atrocidades de la dictadura.
En enero de 1979, el arzobispo participó en la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano en la ciudad de Puebla, donde fue muy bien recibido, un domingo, en una vecindad de la colona de El Parral, donde celebró la Eucaristía.
El 23 de marzo de 1980, desde la catedral del Divino Salvador pronunció lo que sería su sentencia de muerte.
Después de enumerar las atrocidades que los militares habían causado esa semana en varios departamentos de la República de El Salvador, llamó a las fuerzas del orden a recordar el mandamiento de no matar. En un sermón que se trasmitía domingo a domingo por la radiodifusora de la Iglesia, dirigió a las tropas este mensaje:
“…matan a su misma gente, y ante una orden de matar está el mandamiento de Dios que dice: no matarás”. Y añadió: “En nombre de este sufrido pueblo salvadoreño, cuyos lamentos llegan hasta el cielo, les pido, les ruego, les ordeno: cese la represión”.
Al día siguiente, 24 de marzo, mientras celebraba la misa en la capilla del Hospital de la Divina Providencia, un francotirador lo asesinó justo en el momento del ofertorio. La orden vino de una organización de ultraderecha.
A partir de esa fecha, el pueblo salvadoreño y muchos obispos latinoamericanos empezaron a llamarle: San Romero de América. El milagro de la curación de una madre de familia a la que los doctores habían desahuciado, fue el caso aprobado por la Santa Sede para declararlo santo y mártir.
Así, este domingo, la Iglesia ha reconocido la santidad de dos grandes hombres del siglo XX. Uno, Paulo VI, el papa que encabezó la renovación de la Iglesia; el otro, mártir de la justicia, elegido por Paulo VI para ser obispo y profeta de El Salvador.
En estos tiempos, en que es más fácil para la prensa difundir las desviaciones sexuales de algunos clérigos apegados a una vida burguesa, alejada del compromiso evangélico, la vida de estos dos nuevos santos nos hace ver que existe otra Iglesia, la de quienes se entregan hasta la muerte en el servicio del pueblo, orientados por las enseñanzas de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios, profeta y salvador.