Dázü, emociones, cultura y felicidad / Magaly Tavira Escárcega
Con casi las siete de la noche, camino rápidamente por la banqueta de un callejón oscuro, sucio y maloliente, casi al llegar a la esquina un bulto me desconcierta, un frio extraño recorre mi cuerpo y mi frente se acompaña de la humedad del sudor, disminuyo la rapidez de mis pasos, lentamente me acerco, parece que algo se mueve, por fin el reflejo opaco de la única lámpara del solitario espacio me deja entrever la figura de un hombre… ayuda… balbucea… ayuda, mientras una mano grande se extiende hacia mí como rama; estoy a punto de tomarla, pero el movimiento de su cuerpo desata un olor fétido, picante; pareciera estar dentro de los restos de un cadáver, el asco se apodera de mí, y sin poder evitar lo acompaña saliva y el desayuno de esta mañana y… retrocedo; en un segundo, el bulto se ha puesto de pie… ¡Es enorme! intento gritar, pero no puedo, me escabullo entre las bolsas de basura y por fin logro salir, mis piernas han reaccionado mejor de lo que hubiera imaginado, no descanso hasta llegar a casa. Introduzco la llave para abrir mi puerta, cierro, escandalosa, cada uno de los seguros que la refuerzan y me tiro en el piso con todo lo que mi pequeño cuerpo mide; mi casa es mi más amado refugio; permanezco ahí no sé cuánto tiempo.
En mi sopor, Percibo a mi abuela y sus batallas diarias, desde que se levantaba y charlaba con sus tulipanes y azaleas y el olor embriagador de los azares del naranjo, hasta la pelea frecuente con la comida, sobre todo si había verduras; brócoli y chayote en especial. El espectáculo que se presentaba en el plato era una mezcla de vómito en caldo; la primera cucharada era determinante, tragarla resulta verdaderamente imposible, pero su cara de gendarme acompañada de la chancla que está en la silla a un costado de ella, facilitaba el quehacer de deglutir; cada bocado se acompañaba de un apretón de nariz que evita el olor e inhibía además el sabor, esto facilitaba que la comida resbale por la garganta sin que salga con la misma rapidez con la que entra; por el esfuerzo, mis ojos terminaban con un par de lágrimas asomándose rebeldes y, viene la segunda, la tercera y ¡por fin! después de casi una hora la cucharada número diez me ha permitido llegar a la meta reglamentaria. El plato fuerte es mí comida favorita, pollo en salsa de quelites, y de premio ¡zapote negro con jugo de naranja!
He recordado también su estrategia para desarrollar en mi paladar el gusto por las verduras; cansada de pelear y sin duda, de darme mis nalgadas, un día, al regresar de la escuela, tenía apartado un espacio en su cocina, un par de calabazas, espinacas, brócoli y chayotes, mi cara de asombro le causaba mucha gracia, su barriga subía y bajaba con sus carcajadas, -limpia y pica – me decía, -llevaremos de comer a los viejitos de la vecindad, entonces me subía en un ladrillo y con sus manos gordas y pecosas guiaba las mías, al terminar, la felicidad inundaba todos los rincones de mi ser, después del primer hervor, vaciaba una buena porción en una olla y salíamos airosas a visitar a los vecinos, aprendí no solo a comer verduras sino además a cocinarlas y a desarrollar el placer por los recovecos culinarios que hasta hoy amo.
Suena el celular… aún sigo adormilada, buscar en mi bolso y en la oscuridad me dificulta tomar la llamada, ¡son casi las seis de la mañana!, ¡Dios santo!, pasé la noche en el piso, mi cuerpo manifiesta su inconformidad, me duelen hasta las uñas; vuelve a sonar, es mi hija, su voz denota angustia, – ¿estás bien? – ¡mami, contesta! ¿Estás bien? – Si, reparo, ¿qué pasó? -Enciende la tele, -me ordena… La noticia es terrible, la reportera del noticiero acompaña las imágenes de un equipo televisivo que cubre el hallazgo de restos humanos en una bolsa, el lugar… el callejón donde justo la noche anterior logré escapar de un ser a quien no podría reconocer si no fuera por su olor.