Cae la tarde y los balazos se escuchan hasta el teatro Blanquita, no muy distante de la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco. La variedad está por comenzar, pero se retrasa debido al caos, a la confusión, pues algunos estudiantes angustiados corren, temen por su vida y han llegado en busca de refugio hasta los camerinos de los artistas; otros, se esconden entre el público. Agentes de civil, con un guante blanco como distintivo, los persiguen.
Carmelita Salinas tampoco olvida el 2 de octubre. Transcurría 1968 y México preparaba sus Juegos Olímpicos, la décimo novena edición de la Olimpiada que estaba a la vuelta de la esquina cuando sucedió lo impensable, lo inesperado, la barbarie: el gobierno del presidente Gustavo Díaz Ordaz dispersó un mitin estudiantil a punta de disparos. Muchos fueron los caídos; otros más, encarcelados, y muchos otros, desaparecidos.
Precisamente, Carmen Salinas hacía temporada en el Blanquita cuando ocurrió la masacre; hoy lo recuerda:
“¡Nos van a matar, nos van a matar!”, gritaban asustados los muchachos.Dos de ellos se metieron a mi camerino y yo los escondí entre los vestidos que usaba para mis imitaciones.
Precisamente, Carmen Salinas hacía temporada en el Blanquita cuando ocurrió la masacre; hoy lo recuerda:
“¡Nos van a matar, nos van a matar!”, gritaban asustados los muchachos.Dos de ellos se metieron a mi camerino y yo los escondí entre los vestidos que usaba para mis imitaciones.
¡Ya mataron a varios de nuestros compañeros! ¡Por favor, no deje que nos maten!
En eso, llegaron varios tipos como jauría en pos de su presa y Carmen se asomó en brasier, apenas cubriéndose con los brazos. Ella no tenía baño en su camerino y decidió, entonces, ocultarlos entre los atuendos de Celia Cruz y Lola Beltrán, amplios, pesados, ideales para cumplir su cometido.
“No entiendo de qué hablan -espetó a los intrusos-. Perdón, pero me estoy vistiendo, ya voy a salir a escena. Los tipos se retiraron”.
Fue hace 50 años. La actriz recuerda también que muchos de los estudiantes se refugiaron en los camerinos de las bailarinas, que se topaban desnudas, con los senos al aire, ante los hombres de guante blanco que las miraban de reojo y proseguían su cacería. ¿Militares o policías? Quién lo sabe.
Después nos enteramos por las noticias. Yo no alcanzaba a percibir la dimensión de lo ocurrido, pero me parecía cobarde sofocar una protesta no con el diálogo, sino con las armas. Muchas veces actué para Díaz Ordaz y sus invitados en Los Pinos, pero algo había en el presidente que no me gustaba.