Para conmemorar el Día de Muertos, hoy cambio la columna de opinión por tres historias de mi autoría que revelan tres formas de morir.
¿Soledad infinita?
A tientas avanzo por el túnel, es una oscuridad que duele, penetra hasta el cerebro, recorre todo el cuerpo y llega hasta los huesos; es una oscuridad que sabe a desencanto, a desolación, a miedo. No sé en qué momento la luz se apagó, el mundo se fue, la realidad me dejó huérfano. En medio de esta desolación trato de recordar qué pasó, de saber cómo llegué aquí. Pero no, solo recuerdo un nombre y un grito. Busco a Fernanda entre las sombras, le grito, le busco a tientas, pero todo es en vano, solo escucho un enredo de voces sin sentido; no sé de dónde vienen, a ciegas trato de orientarme por ellas, lo consigo y camino a traspiés hacia ellas. Percibo ya una luz, tenue al principio, lejana, diminuta, a la que avanzo ahora más seguro de que algo encontraré al final de estas tinieblas.
Siguen las voces, se alejan conforme avanzo hacia la luz hasta apagarse. Me envuelve el silencio, es un silencio agrio, que se pega a la piel, a los huesos, a la mente y me sume en una confusión angustiosa; es una soledad cercana al terror a lo desconocido. Pero avanzo, no por voluntad propia sino por el impulso de una fuerza que me arrastra y me empuja al mismo tiempo.
Al fin llego a la luz. Es el campo. Arriba miro la carretera.
¿Qué hago aquí?
¿Y el carro?
¿Y Fernanda?
Trato de recordar y la memoria no aparece. ¿Habrá huido con el terror del túnel silencioso?
No, no es eso; más bien los recuerdos se han licuado; están revueltos, todos, los de hoy, los de ayer, los de hace un año, cuando Fernanda y yo nos conocimos, cuando planeamos viajar a las montañas.
¡Ahora recuerdo! ¡Las montañas!
Íbamos en un auto.
Su voz decía: “te quiero”.
Su perfume exclamaba: “te deseo”.
La memoria se aclara: el beso… el giro repentino… el golpe contra la barrera… el suspiro convertido en grito… el grito llamando al terror cuando el auto se va por la pendiente… el terror apagado por el golpe seco contra el árbol… después la oscuridad, el túnel, las voces que se apagan lentamente… la ausencia inexplicable de Fernanda…
Ahora, en la luz, veo el auto destrozado y… ¡mi cuerpo!… rígido, los huesos rotos, la cabeza partida… ¡No respiro!… ¡Estoy muerto!
¿Y Fernanda? No está, se ha ido.
¿Será que la muerte es una soledad infinita?
El número tres
Beltrán conoció la orden apenas unos minutos después de que la diera el Número Uno: – Hay que eliminar a Romero y lo hará el Número Tres.
Sereno, como había sido siempre, metódico, ordenado, Beltrán salió del café de Reforma y Libertad y se dirigió a su departamento.
Mientras se bañaba recordó a Romero. Se conocieron cuando los dos eran “don Nadie”. Él, delgado, alto, de rasgos finos y ojos claros; hoy tenía un aire de ejecutivo con su corbata y traje a la medida. Siempre atento, amable.
Su amistad se remontaba a una tarde ya remota, en las carreras de caballos, donde ambos vieron volar su dinero en las apuestas. Beltrán le invitó un trago. Romero encarnaba la derrota:
– Me he quedado sin plata… todo por ese caballo; parecía el mejor de todos y, mira, que llegar en quinto lugar.
– No se aflija, amigo, yo he ganado con “rubio” y le invito el trago.
– Gracias. Pero llegará el día en que no tenga que encomendar mi suerte a un caballo. La vida siempre da la vuelta.
Y ese día llegó. El negocio de la droga fue mejor que las apuestas en el hipódromo. Era dinero seguro y así, Romero salió de pobre.
Por mucho tiempo siguieron como amigos; pero el mismo negocio los separó, el cartel se dividió y hoy estaban en diferente trinchera y con distintos destinos.
La orden del jefe fue tajante: eliminar a Romero.
El Número Tres, Beltrán, cerró la regadera y los recuerdos. Cuidó cada detalle de su aspecto, desde el peinado hasta el brillo de los zapatos. Todo lo hizo con calma, midiendo escrupulosamente el tiempo.
Salió de su departamento sonriente.
Le llegaron a la memoria las palabras de Romero en aquel bar del hipódromo: “llegará el día en que el dinero me llene los bolsillos”.
¿Para qué le servirán los bolsillos llenos con una bala en la frente?, pensó el Número Tres.
Se dirigió en el auto hacia el centro nocturno que frecuentaban juntos él y Romero. Sabía que a esa hora lo encontraría ya con unas copas de más, quizá con alguna de las chicas, su conquista del día.
Entró y buscó a su víctima. No estaba ni en la barra ni en mesa alguna. Apretó los puños y frunció las cejas, como hacía siempre que empezaba a invadirlo la ira.
Se dio la vuelta y, al momento, sintió el frío del cañón de una 45 en la nuca.
– ¿Me buscabas, Beltrán? Camina quietecito hacia la puerta.
Romero miró a los guardias de la puerta y éstos desaparecieron al momento.
Sólo un disparo, seco, opacado por la música y los gritos del bar y el Número Tres cayó al suelo.
Fue por dólares
Fue el hambre la que nos llevó a los tres hasta la frontera. Cerca de Nogales entramos al norte; pero no sabía entonces lo que nos esperaba. Dicen que el desierto de Arizona se come a los ilegales que como yo suspiran por los dólares para salir de pobres.
Horas y más horas de caminar por el desierto, de avanzar entre el polvo en una tierra roja, entre cerros cortados a tajo como si fueran queso añejo.
Llega la noche. Pegados a una roca tratamos de dormir. El miedo, el frío y la sed nos mantienen alerta. En la madrugada reiniciamos la marcha. Ya no hay agua y por ninguna parte se ve el rancho prometido. Hambre, sed, cansancio, ampollas es lo que somos.
Conforme sube el sol la mente se distorsiona, vemos sombras, me mareo, las piernas me tiemblan, tengo ganas de vomitar. No sé a dónde se fue Romeo; escucho la voz de Federico lejana, como si viniera de adentro de un tubo; mis ojos se cierran y parece que estoy dentro de un pozo.
…….
Abro los ojos. ¿Qué pasó con el desierto? Miro alrededor. Este lugar lo conozco, es la casa de mi abuelo.
¿Cómo llegué aquí? No lo entiendo. Estoy en el corredor de la casa, con sus macetas, sus petunias blancas y sus jazmines, igual que siempre, cobijados por el techo de carrizo y teja, soportando el calor del medio día.
A mi izquierda, la puerta de madera, pequeña como nuestra estatura de sureños; más allá, a mitad del corredor, la mesa grande que en las noches se llenaba de risas, de llantos, de ternuras y berrinches, de pan y chocolate, de frijoles y salsas y tortillas calientes.
Al fondo, la pared se niega a abandonar el sombrero de palma de ala ancha y el saxofón del abuelo, mudo desde que se le fue el aliento con la vida.
Bajo la vista. El piso sigue igual, el mismo con sus ladrillos gastados. A la derecha, discretos, los agujeros hechos para jugar a las canicas en las tardes de lluvia. Más allá, al otro extremo del corredor antiguo, la cocina con sus pretiles de adobe, sus parrillas tiznadas y el comal y la leña.
Todo está como lo dejé hace quince días, cuando me despedí de Aurora y de mis hijos y se los encargué a mi padre que hoy habita la casa del abuelo.
Camino hacia la pieza principal de la casa. Hay unos petates en el suelo. Pegadas a la pared muchas sillas; unas son de la casa, pero hay otras que no son de ahí. Son muchas, cuento quince. Hay un altar con un mantel morado, veladoras, flores: gladiolas y nubes. Al centro el Cristo que por años guardó la abuela como herencia de su padre que, nos contaba, había sido sacristán en San Lucas. Debajo de él un retrato. ¡Soy yo!
¿Qué pasa?, me pregunto al momento en que Aurora se acerca. Avanzo hacia ella, quiero abrazarla, pero ella sigue de largo, como si no me conociera, es más, como si no me viera. Se dirige hacia mi padre. Él tiene los ojos llorosos igual que ella que lleva en los brazos al niño más pequeño. Los otros dos niños van tras ella. Ninguno de ellos hace caso de mi presencia. Quiero que me digan qué pasa, por qué está mi retrato en el altar, porque lloran, cómo llegué aquí, si estaba en el desierto.
Es la voz de mi padre la que responde a mi desconcierto:
“Ya están en México. A la noche llega el cuerpo de Moisés”.
“Fue por dólares y lo encontró la muerte”, dice Aurora entre lágrimas.