Punto de Vista / Nicolás Dávila Peralta
En tres lugares del país –Ciudad de México, Tijuana y Mérida- se realizaron los debates convenidos entre los cuatro candidatos presidenciales; en todos se trataba de abordar los principales temas de la agenda nacional, de modo que quienes buscan el triunfo el 1 de julio, expusieran sus proyectos, argumentaran su viabilidad, los confrontaran con los de sus contrincantes y los defendieran; todo con el fin de los electores se informaran, valoraran los proyectos y tuviesen bases para un voto razonado.
De este modo se cumplió formalmente lo establecido en el artículo 218 de la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales.
Sin embargo, los tres encuentros de candidatos estuvieron lejos de cumplir los objetivos de un debate y enriquecer los criterios del elector. Un debate es un intercambio de ideas, proyectos, cuya base es la argumentación con base en datos reales, verídicos. No hay duda, los cuatro candidatos intentaron presentar sus proyectos de gobierno, pero lo que ocupó la mayor parte de la discusión fueron las descalificaciones, las calumnias, los ataques personales; la principal argumentación fueron cartulinas, fotos y presuntos documentos acusatorios.
El primer debate estaba destinado a los temas de seguridad pública, corrupción e impunidad, democracia, derechos de grupos vulnerables y pluralismo. Las propuestas se quedaron en lugares comunes: capacitación de los cuerpos de seguridad, combate a la corrupción y respeto a las minorías; sin embargo, el tiempo se fue en acusaciones de corrupción de unos contra otros; se sacaron a relucir hechos reales o ficticios que afectaban a uno y otro candidato y se llegó a la ridícula propuesta de “mochar” las manos a los ladrones.
En el segundo debate, realizado el 20 de mayo a las puertas mismas de los Estados Unidos, los candidatos deberían haber hablado sobre comercio exterior, la seguridad fronteriza, el combate al crimen internacional y derechos de los migrantes.
Lo mismo que en el primero, el tiempo se fue en descalificaciones, sobre todo al candidato de la coalición Juntos Haremos Historia; se sacaron a relucir la infortunada visita del entonces candidato Donald Trump a México y el recibimiento que se le dio casi como jefe de Estado; se alertó sobre la caída de la inversión extranjera, pero quedó muy lejos de los micrófonos los temas candentes de la relación con los Estados Unidos: la postura de los candidatos frente al famoso muro fronterizo y la persecución de los mexicanos más allá de la frontera. Se argumentó poco y se propuso menos.
Se esperaba más del tercer debate, porque abordaba el núcleo del problema que agobia al país desde hace 30 años: la política económica, con sus secuelas de pobreza, desigualdad, marginación, salarios; además de tres temas relevantes para México y su papel en el mundo: educación, ciencia y tecnología, y los problemas ambientales.
Hubo en Mérida una insistencia de parte del candidato del PRI en continuar con el modelo económico, una tenaz defensa de los precios de la gasolina y de la llamada reforma educativa; alertó incluso con que de suprimirse los niños no aprenderían inglés. Por su parte, el candidato de la alianza PAN-PRD-MC propuso tecnificar la educación y en una muestra del desconocimiento de la realidad nacional, planteó como avance educativo dotar de celulares o tabletas a todos los alumnos del país. ¿Sabrá que existen miles de escuelas rurales que carecen de luz eléctrica y regiones donde no hay acceso a la Red?
Desde luego, los candidatos del PRI y de la Alianza rechazaron cambiar la política energética y las soluciones de ellos a la pobreza fue continuar la política asistencialista de dar limosnas a los más pobres a través de los programas sociales.
Pero lo que ocupó el mayor tiempo del debate fueron las mutuas acusaciones de corrupción entre los candidatos de los partidos, mientras el candidato independiente cumplía su papel chocarrero al invitar a dos de los candidatos a darse un beso. A ratos, el debate parecía más un juzgado en donde los indiciados defendían su inocencia y culpaban a sus adversarios. Anaya, sobre todo, insistió en su inocencia frente a las acusaciones de lavado de dinero.
En fin, muy poco sirvieron los debates para definir el sentido del voto de los ciudadanos; menos aún, cuando los cuatro candidatos se autocalificaron triunfadores, como si el debate no fuese una discusión de proyectos y programas, sino una lucha cuerpo a cuerpo a tres caídas, sin límite de tiempo.