Salir a votar, la solución

Nicolás Dávila Peralta / Punto de Vista

En seis días, los ciudadanos poblanos ejerceremos el derecho a elegir libremente a quienes deben (o debieran) ser nuestros representantes ante la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión (diputados federales) y del Congreso del Estado de Puebla (diputados locales), así como a los alcaldes de los 217 municipios de la entidad.

Estas elecciones tienen dos características que las hacen singulares en la historia del país: son las más grandes respecto al número de autoridades personales o colegiadas que están en juego y sus campañas han sido las más breves que se han vivido en las últimas décadas: menos de tres meses para todos los candidatos.

Sin embargo, hay una tercera característica, y considero que es la más importante y que resulta un reto para la democracia electoral del país: las elecciones se realizan en una sociedad dividida, con una autoridad electoral que parece haber tomado partido por un sector de esta sociedad y el fantasma de la violencia.

La división en la sociedad mexicana no es nueva, desde tiempos del porfirismo México se dividía en un sector pequeño ilustrado, dueño del capital y del modo de producción agropecuario, bendecido por la estructura política, y en el resto de la población analfabeta en su mayoría, trabajadores sin derechos laborales y un campesinado en calidad de siervos de los grandes terratenientes. Ahí fue donde nació el calificativo de “fifís” para los habitantes de las zonas ricas de la Ciudad de México.

Pero fue a partir de 1988, con la llegada de Carlos Salinas al poder, con la aplicación de una política económica y social neoliberal, que se volvió a agudizar la división de la sociedad al acumularse el capital en pocas manos, reducirse la capacidad adquisitiva del salario, el abandono del campo y otras medidas que, unidas a la corrupción y la impunidad, crearon ese doble México que hoy padecemos.

Recordemos que, en 2018, durante la campaña electoral presidencial se creó el término “chairos”, con los que la clase adinerada y favorecida por el neoliberalismo calificó al resto de la población.

Hoy, políticamente, como lo señalé en una columna reciente, el país está dividido entre la oferta política que asumió el poder en 2018 y la coalición de intereses políticos, económicos, sociales e ideológicos contrarios a ella.

Desde luego que la diversidad es buena y respetable; por esto los mexicanos tendremos el derecho de elegir entre las opciones que se nos ofrecen en la boleta electoral, pero cuando esta diversidad se convierte en una lucha encarnizada por el poder, se corre el riesgo de pervertir las elecciones a través de amenazas, coacciones, compra de votos y todas las artimañas creadas a lo largo de la historia política del país para hacerse del poder, incluyendo la violencia armada.

Aquí es en donde entran en juego las autoridades electorales, representadas por los institutos electorales nacional (INE) y estatales, y por los tribunales electorales, en cuya cúspide se ubica el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.
Y aquí es en donde surge el segundo problema: la autoridad electoral.

Quienes debieran ser los garantes de la legalidad y transparencia del proceso electoral, han presentado indicios de parcialidad, sobre todo en la figura del Consejero Presidente del Instituto Nacional Electoral, en cuyas manos está la limpieza de la elección de diputados federales, pero cuya autoridad llega al resto de candidatos en los estados del país.

Con base en un presunto apego a la legalidad, ha cancelado varias candidaturas de aspirantes a gobernadores y a diputados federales, pero no de todos los partidos; tal parece que su objetivo son los militantes del Movimiento Regeneración Nacional.
Ha llegado al extremo de sugerir una posible anulación de las elecciones, sin plantear con claridad las causales posibles de esta anulación.

La percepción de parcialidad es ya de dominio de la opinión pública nacional.

Si la autoridad electoral da esta imagen, se siembra la desconfianza en su imparcialidad y eso sienta las bases para la desestabilización política que genera un daño difícil de superar para la democracia electoral.

Por otra parte, las breves campañas electorales se han visto golpeadas por el problema de la violencia. En varios estados del país, incluido Puebla, los candidatos han sido asesinados o agredidos por gente armada. Suman ya tres decenas de candidatos asesinados y un gran número de atentados que han dejado heridos a los políticos en campaña.

La violencia es fatal para un proceso democrático, porque además de poner en riesgo la vida de los candidatos, siembra el miedo en los electores y genera el problema del abstencionismo, perjudicial para el ejercicio de los derechos democráticos de los ciudadanos.

Recordemos que en 2018 el resultado electoral fue irrefutable porque el porcentaje de votantes fue muy alto. Por el contrario, cuando se inhibe a través del miedo el ejercicio ciudadano, el porcentaje tan bajo de electores pone en charola de plata la oportunidad del fraude que beneficia a quienes promueven el miedo e incitan y ejecutan la violencia.

Conforme a la legislación electoral, las campañas concluyen en dos días, el resto de la semana es para que cada uno de los ciudadanos votantes, reflexionemos no solo a quién daremos nuestro voto, sino en la necesidad urgente de acudir sin miedo y libremente a depositar nuestros votos en las urnas. De ello depende nuestra democracia.

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