Punto de vista / Nicolás Dávila Peralta
Durante estas campañas electorales, los candidatos han diseñado unas estrategias de campaña que no reflejan la realidad del país de manera estructural, tomando en cuenta todos los aspectos que la integran; su visión es en blanco y negro, y esa es la visión de los partidos y de muchos seguidores de los candidatos.
Los discursos y los mensajes han llevado a presentar la realidad política, económica y social en dos visiones irreconciliables. Así lo demuestra el discurso que hasta hoy ha mantenido el Partido Revolucionario Institucional y su “candidato ciudadano” José Antonio Meade. Para ellos, solo existen dos opciones: avanzas de acuerdo con la política neoliberal o retroceder a la política “populista” del siglo XX. Para ellos, el país es como un ferrocarril de una sola vía, o avanza o retrocede.
Para el candidato de la alianza kafkiana PAN-PRD-MC, Ricardo Anaya, existe en el discurso una doble oposición sustentada en el mismo paradigma del PRI. Primero, el falso dilema de avanzar en el sentido neoliberal o retroceder hacia el “populismo”; segundo, la oposición entre el frente que él encabeza y el PRI, así, el que no está con él está con el candidato del regreso al pasado o con el PRI.
El discurso de López Obrador, desde hace 12 años divide a la clase política en dos bloques irreconciliables: “la mafia del poder” y el pueblo. Si bien no le falta razón al dividir a la clase política, tomando en cuenta que las nuevas generaciones de priistas y panistas se han distinguido por su desconocimiento de la realidad nacional y sus convicciones neoliberales, es claro que no es posible dividir el país en buenos o malos.
Para completar el panorama, la independiente Margarita Zavala, presume ser la única candidata que no ha sido del PRI, asumiendo así la misma dinámica de los buenos y los malos: todos son malos porque han servido al PRI, yo soy buena porque nunca he sido priista.
Esto no es lo que esperamos los ciudadanos; no queremos que nos presenten ni el país ni el futuro de México en blanco y negro, en bueno y malo; lo que deseamos son propuestas que respondan con claridad, objetividad y realismo a los graves problemas que padecemos, sin que se descalifique y hasta se calumnie al adversario.
Padecemos un incremento a la pobreza y vemos con escándalo el enriquecimiento de pocos a la sombra del poder; hacia donde miremos nos encontramos con la corrupción y la impunidad; la inseguridad se ha apoderado del país, el crimen organizado avanza en territorio e involucra a funcionarios y fuerzas del orden; la vida encarece mientras los salarios disminuyen su poder de compra.
Los campesinos –que no los terratenientes- empobrecen y la única salida que les queda, lo mismo que a los marginados de las grandes ciudades, es el camino hacia el norte, donde se topan con la represión o la muerte; mientras los indígenas siguen siendo los olvidados de siempre.
Ante esto, lo primero que esperamos de los candidatos es una actitud autocrítica; pero esto requiere un conocimiento real de la situación del país; conocimiento que no se logra desde el escritorio recibiendo informes y analizando estadísticas, sino con un conocimiento real y estructural de la situación del país, profundizando no en los efectos, sino en las causas de la problemática que nos aqueja; sólo así podrán presentar a los electores verdaderas soluciones a los problemas del país.
Pero, desgraciadamente, no existe tal autocrítica; sus estrategias van dirigidas a descalificar al contrario y en sus discursos de campaña hay pocas propuestas serias y sí muchas promesas coyunturales, y digo coyunturales porque se promete lo que la audiencia quiere escuchar no lo que el candidato, de llegar al gobierno está decidido a hacer.
Ese es el gran problema de los debates que se convierten es espacios no de una confrontación de ideas sino de mutuas descalificaciones; nada le brindan al elector una sarta de descalificaciones que solo demuestran la ignorancia de los candidatos sobre la realidad del país, sus causas y sus efectos.